viernes, 13 de diciembre de 2013

El color es verde.


Me siento, como un hueso de aceituna entre basura, pero no me pudro.
Detrás de lo civilizado, florezco, despedazando lento las rocas, las anclas, los exactos e invisibles fulcros.
La aurora solar me abre a tu canción: aprendo de la hierba.
Más allá del baile del dolor, uno perdura, solo uno. Todo es buda.

Lanzo mis cimientos bajo tu piel de hojarasca y acepto lecciones de roble y acantilado, de glaciar y orígenes.

Cuando aprendo a escuchar, mi corazón cristaliza en esmeralda, transformado por un pulso geológico imperturbable, un sueño inquebrantable.


Respiro, permanentemente respiro.



Siete mil millones de pulmones aceptan el tributo de la jungla, como cada parte de mi. Cada hoja respira, cada átomo de mi lozanía cumple con su oficio.
Los arroyos murmuran su milenario secreto y la madera vieja alimenta la sombra del árbol joven.
Las piedras abrazan el musgo, tranquilizándolo de su estrepitosa velocidad, y mi ser acepta esa normalidad de no tener cabeza.
Entonces me inunda una fragancia inmensa; el bosque entero anida ahora en mi y no pesa. Al contrario que cientos de posesiones, de verdades y doctrinas, las montañas y los océanos no pesan nada.


Unos minutos después, balanceo mi cuerpo y me levanto, abandonando la posición de zazen para volver al  decrépito mundo de la "humanidad"

Román Emiliano Martínez García


El cangrejo ermitaño

He entrado en el tronco del árbol otra vez, pero ha sido más fugaz; al conocer la sensación, me he anticipado; debo ser más ecuánime.
Recuerdo que durante años sonó por mi cabeza una frase de una Kussen de Dokusô; <<hacer zazen es entrar en el ataud>> era aterradora. Por fin ayer lo comprendí al vivenciar eso mismo, solo que lo he experimentado como ese tronco de madera, como el cascarón del que habla el poema de Eiichi Enomoto, "El cangrejo ermitaño":

 Este caparazón no lo he hecho yo,
lo tomé prestado del cielo y de la tierra
y vivo con él día tras día.

Extraído del libro  "Semillas Zen" 
de Shundo Aoyama
Miraguano Ediciones 

Sentir así el cuerpo, como algo que puedes dejar inactivo, inservible, mientras tu conciencia lo observa, ha sí que ha sido aleccionador.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Segundo contacto.

En el dojo zen de valencia, una sesión de 40 minutos. Dispersión y somnolencia, hasta que me doy cuenta que estoy peleando conmigo mismo y me dejo llevar. Casi al final de la sesión, me he convertido en el tronco de un árbol: notaba todo mi cuerpo con precisión, las manos en posición correcta, la espalda y las piernas bien apoyadas, la respiración totalmente en automático y yo atento a todo esto, sin apenas nada en la cabeza. Mis pulmones se hinchaban y deshinchaban dentro de un tronco de madera inmóvil. Mi corazón latía claramente en mi pecho, pero mi cuerpo era de madera, viendo claramente las palabras del maestro: hacer zazen es entrar en el ataud.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Cambios en mi respiración

Llevo una semana rindiendo al 110%;
un día me levanté a las 6 de la mañana (siempre me despierto sobre esa hora, intento dormirme, y cuando suena el despertador a las 7 estoy más cansado que a las 6), salí a correr, hice mi zazen, preparé las comidas, hice la casa... Estoy mucho más tranquilo y atento con mis hijos y con mi compañera... vamos, lo que se dice una bestia.

Hoy he tomado conciencia de que mi respiración se ha hecho mucho más profunda y abdominal. Incluso me cuesta realizar lo que antes era mi respiración habitual, más pectoral y ligera... Increíble. No me cabe duda de que ambas cuestiones están estrechamente relacionadas.
Gracias al zen, cada día estoy más cerca de convertirme en el tipo de persona que necesito ser ahora.